Este sábado en Múnich, el París Saint-Germain -PSG- alcanzó la cima del fútbol europeo al conquistar por primera vez en su historia la UEFA Champions League. En el banquillo, Luis Enrique levantó los brazos al cielo tras la victoria sobre el Inter de Milán, no solo en señal de triunfo, sino también de amor eterno por su hija Xana, cuya memoria ha sido un motor silencioso, pero poderoso, en su camino como entrenador y ser humano. El destino, muchas veces cruel, le arrebató a su pequeña el 29 de agosto de 2019, cuando tan solo tenía nueve años, víctima de un osteosarcoma, un cáncer óseo que marcó para siempre la vida del técnico español.
La pérdida de Xana no solo fue un golpe desgarrador para Luis Enrique, sino un punto de inflexión. Se retiró momentáneamente del fútbol, del ruido de los estadios y de las cámaras, para vivir su dolor en silencio. Sin embargo, poco a poco encontró en el deporte una forma de honrar la vida de su hija. Su regreso al banquillo no fue simplemente profesional: fue un acto de amor, de resiliencia, una promesa no dicha de que cada logro llevaría el nombre de Xana impreso en el alma. En cada partido, en cada decisión táctica, el técnico asturiano parecía guiado por una fuerza invisible pero tangible.
El PSG fue impulsado por un ángel en el cielo
Al frente del PSG, Luis Enrique transformó al equipo en una familia unida, combativa y determinada, valores que él mismo aprendió en los momentos más oscuros de su vida. Jugadores y cuerpo técnico sintieron esa energía distinta, casi celestial, que los empujaba a creer en lo imposible. El título europeo no fue solo una victoria deportiva: fue una historia de redención, una consagración que nace del dolor más profundo y florece como esperanza para millones. El fútbol, en esa noche mágica en Múnich, se volvió también un puente hacia el cielo.
No cabe duda de que, entre los cánticos de los aficionados y los destellos de los fuegos artificiales, una estrella brilló con más intensidad que nunca: la de Xana. Ella, desde lo alto, fue el ángel guardián que acompañó cada paso de su padre hasta la gloria. Y mientras Luis Enrique alzaba la copa más preciada, su mirada hacia el cielo fue la prueba de que el amor verdadero, incluso el que nace del dolor, tiene la capacidad de tocar la eternidad.
